Las oraciones de nuestro Señor eran perfectas, y siempre tocaban la llave de la oración. Cuando se rehusó a recibir a los griegos que lo buscaban, dijo: “Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré?” (Jn 12:27). El revertió el asunto cuidadosamente y pensó: “¿Qué diré? Padre, sálvame de esta hora”. No, El sabía que no podía orar de esa forma. El lo reconoció y por eso añade: “Mas para esto he llegado a esta hora” (v. 27); por lo tanto oró: “Padre, glorifica Tu nombre”. Esta oración tuvo una respuesta inmediata. “Entonces vino una voz del cielo: Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez” (v. 28). Si esta fue la forma en que el Hijo de Dios, como el Hijo del Hombre, oró a Dios mientras estaba en la tierra, ¿cómo entonces nos atrevemos en el impulso del momento a abrir nuestros labios para hacer oraciones apresuradas? Es esencial que descubramos la llave de la oración
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